Javier Milei y Donald Trump no son fenómenos aislados ni errores del sistema. Son efectos de época, productos de contextos en crisis y de sociedades que sienten que los caminos tradicionales fracasaron. Ambos llegaron al poder como outsiders, desafiando el statu quo con discursos disruptivos y estilos provocadores. Pero sus orígenes, sus motivaciones y sus formas de ver el mundo revelan tanto coincidencias como diferencias profundas.
Argentina: el derrumbe de la política tradicional
Milei no hubiera sido posible sin la decadencia persistente del sistema político argentino. Décadas de inflación, pobreza estructural, corrupción y promesas incumplidas dejaron a la sociedad sin confianza en los partidos tradicionales. La clase dirigente, desconectada de la realidad cotidiana, fue percibida como parte del problema. En ese vacío de representación, emergió Milei con un mensaje claro: cortar con todo. Su figura creció como una reacción desesperada, casi visceral, frente al hartazgo social.
Estados Unidos: la crisis de la globalización
Trump, por su parte, es hijo de otro tipo de crisis: la de un imperio que empieza a mirarse al espejo. La globalización, impulsada por las élites norteamericanas, trajo beneficios macroeconómicos pero también dejó heridas: desindustrialización, pérdida de empleos en sectores medios, ciudades fantasmas en el interior profundo. El "sueño americano" se volvió inaccesible para muchos, y con él creció la sensación de que Estados Unidos estaba dejando de ser grande. Trump supo capitalizar esa demanda de repliegue y redefinición.
Similitudes: el grito contra el sistema
Ambos líderes comparten una identidad común: son antisistema, antiélite, antimedios. Su discurso apela más a las emociones que a los datos, y su estilo directo y confrontativo rompe con los códigos tradicionales de la política. En contextos donde la moderación parecía impotente, ellos ofrecieron conflicto y decisión. Y eso, para muchos, fue suficiente.
Diferencias: visiones opuestas sobre el mundo
Pero detrás de las formas, hay diferencias sustanciales. Milei quiere abrir la economía; Trump quiere cerrarla. Milei defiende un Estado mínimo; Trump lo usa activamente para proteger intereses nacionales. Milei ve a Estados Unidos como una guía moral; Trump desconfía incluso de sus propias instituciones globales.
Otra diferencia fundamental radica en cómo piensan el orden mundial. Milei mira el mundo desde las coordenadas del viejo orden liberal internacional: Estados Unidos como faro moral, la defensa irrestricta de Occidente, la amenaza persistente del comunismo. Su visión es casi nostálgica, como si el conflicto entre libertad y socialismo todavía rigiera la geopolítica global. Trump, en cambio, representa una crítica frontal a ese orden que su propio país ayudó a construir. Rechaza los tratados internacionales, cuestiona el rol de la OTAN, y promueve una lógica de repliegue nacional que redefine el liderazgo global norteamericano. Mientras Milei se abraza a Occidente, Trump busca reinventarlo.
¿Transiciones o nueva normalidad?
¿Estamos ante liderazgos pasajeros o ante una nueva forma de hacer política? Lo cierto es que ni Milei ni Trump habrían existido sin el colapso previo de los consensos. Son síntomas de un cambio de época, no su causa. Y nos obligan a hacernos una pregunta incómoda: ¿qué responsabilidad tuvo el sistema tradicional en hacerlos posibles?
Porque cuando la política no ofrece respuestas, las sociedades no eligen locura: eligen lo que parece quedar.